Cerrar la puerta de casa y no saber cuándo volverás a abrirla. En los peores momentos del estado de alarma, con la persiana subida y los visillos del control social abiertos de par en par, miles de miedos encerrados preguntando no ya qué pasará, sino qué está pasando, cómo voy a comer mañana, cuándo voy a poder pagar el alquiler. Y, frente a estos miedos, las respuestas colectivas en forma de redes de solidaridad y esperanza. Ofreciendo soluciones, respuestas y una mano amiga que demostraban, una vez más, que cuando tocamos el fin del mundo, es el colectivo el que reacciona.
El discurso y la
práctica del liderazgo tradicional se resiste a la extinción. Frente a la
historia vivida por cientos de miles de personas, que se ayudaban entre ellas
sin que hubiera nadie al frente, ha triunfado la imagen de un líder, o de
varios líderes, que dirigían las operaciones estatales de recuperación en pleno
estallido de una pandemia. Una historia que, si bien es en parte cierta, sólo
pone el foco en aquello que puede reducir, personificar e individualizar. Se
reproduce así la necesidad artificial de tener un líder, generalmente un
hombre, capaz de tener una visión inspiradora del camino a seguir y de
construir una determinada relación con sus grupos seguidores.
Pero la realidad es
testaruda, y lleva la contraria al discurso fácil. Si en la anterior crisis, la
gran-gran recesión de 2008, los liderazgos tradicionales fracasaban, y los
alternativos se imponían, fue por alguna razón. Si el Estado no era capaz de
ofrecer una respuesta a las emergencias sociales, lo colectivo se organizaría y
ofrecería una respuesta por su cuenta. Movimientos por la vivienda trufaron
todas las ciudades, entidades sociales construyeron vías para salir de la
pobreza, colectivos políticos ofrecieron caminos electorales para transitar
hacia un cambio de época. Y en este impulso de lo grupal, en aquel artefacto zapatista,
se iba ganando terreno hasta que lo colectivo se volvió a transformar en
individual, y el sistema volvió a digerirlo todo, como si nunca hubiera habido
un sinfín de respuestas diferentes a las ofrecidas por el equipo médico
habitual.
En el mundo de
hoy, después de la gran-gran recesión, de la pandemia y del fracaso de aquellos
liderazgos de maquinaria de guerra electoral, somos conscientes de que había
una ola aún más grande que nos esperaba a la salida del centro de vacunación.
Una ola no de agua, sino de calor, provocada por un cambio climático cuyas
consecuencias van más allá y más rápido de lo que inicialmente habíamos
previsto. Y, nuevamente, los debates son recurrentes y similares a los de las
anteriores crisis, sólo que en esta ocasión serán determinantes y acabarán con
la posibilidad de tener otros debates similares en el futuro: ¿Quién saldrá con
vida de ésta? ¿Quién mantendrá sus privilegios? ¿Quién pagará la factura?
Para afrontar la
crisis del fin del mundo (tal y como lo conocemos), una policrisis que es en
realidad un crisis multicausal y compleja como nunca hemos visto, necesitamos
aprender de aquellos liderazgos que fracasaron y de aquellos que, bajo tierra,
nos permitieron llegar a ver un día nuevo. El personalismo, la construcción de
una marca personal del líder, ha permitido la construcción de movimientos tan rápidos
y sorprendentes en su inclusión en el ecosistema social como en su fracaso a la
hora de generar cambios reales. Este tipo de liderazgos permiten reducir a la
mínima expresión, domesticar y estandarizar a todo el movimiento político que
dicen representar. El sistema es consciente de esto, y quienes buscan perpetuar
el business as usual y paralizar cualquier opción de cambio político en
plena crisis ecosocial son los mismos que montan seminarios, cursos o medios de
comunicación de enaltecimiento del liderazgo individual. No es baladí que los
grupos parlamentarios de nuevo cuño reciban ofertas de becas para desarrollar
habilidades directivas, o que una gran parte de los cuadros dirigentes de las
entidades sociales hayan pasado por los mismos cursos de liderazgo en aulas
subvencionadas por los mismos agentes financieros que causan gran parte de la bolsa
de pobreza a la que atienden. Si el líder es el movimiento, haciendo caer al
líder se hace caer al movimiento. Y en un momento de la historia, en plenitud
de la sociedad del espectáculo, donde las redes sociales, el control digital y
las omnipresentes cámaras harían palidecer al Gran Hermano, la cuestión no es
si podrán hacer caer o no al líder, sino cuándo y cómo.
La crisis
multicausal en que vivimos, y las graves consecuencias que se derivan de ella,
requiere de un nuevo espíritu de época que construya esperanza, que la cultive
y la acumule. Los cambios necesarios para evitar que la mayoría de las personas
paguen los privilegios de unas pocas provocarán resistencias nunca vistas en
las elites y los sistemas del business as usual. La contrareforma ya se
ha iniciado incluso antes que la propia revolución, con el cierre en sí mismo
de los sistemas migratorios, la elaboración de estructuras legales y fiscales
que protegen los beneficios económicos alimentados de la extrema desigualdad y
la configuración de un nuevo mundo en base a círculos de protección de
privilegios. Hacer frente a esta nueva configuración social y política mediante
liderazgos personalistas o individuales, tradicionales, será sinónimo de
suicidio colectivo, de pérdida de un tiempo precioso del que no disponemos.
La crisis
ecosocial requiere de un espíritu zapatista de colectividad, de cabezas de
hidra que piensen por sí mismas y sean sustituibles, reemplazables. Requiere de
inteligencias colectivas que se alineen en busca de respuesta para hacer frente
a la complejidad de las causas de la crisis y al repliegue del sistema. Requiere
entender que la sostenibilidad ecológica no tiene por qué ser democrática, ni
socialmente justa por sí misma, y que sólo el liderazgo colectivo podrá cambiar
el signo de los tiempos.
Foto de Ehimetalor Akhere Unuabona
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