Las entidades sociales que trabajamos en el ámbito de la exclusión social estamos acostumbradas a hacer frente a un mundo marcado por la pobreza económica, la falta de vivienda segura, la soledad, la pérdida de relaciones o el rechazo social. Incluso, al deterioro de la salud o, como en el caso de la entidad donde trabajo actualmente, Acollida i Esperança, a la discriminación por tener VIH/Sida. Sin embargo, siempre ha habido un vector transversal a todas esas situaciones a las que intentamos dar respuesta que ha estado sistemáticamente invisibilizado y que, sólo a raíz de las consecuencias de la pandemia, se ha generalizado y ha encontrado un lugar en la agenda pública: la salud mental.
El precio del
agotamiento mental que sufren las personas en situación de exclusión social,
sólo por el hecho de vivir en esa situación, es tan abrumador que frecuentemente
se convierte en el principal problema para poder salir de ellas. Poco a poco,
sin que las entidades sociales seamos del todo conscientes -no me miren así,
conozco a una que eliminó su programa de salud mental sólo dos años antes de la
pandemia-, las personas que participan en los servicios que montamos desde las
entidades sociales ven cómo sus problemas de salud mental agravan las situaciones
de exclusión que viven y las impiden construir los vínculos necesarios para continuar
procesos de inclusión. La salud mental y la exclusión social son las dos caras
de la misma realidad, y van tremendamente unidas.
Eldar
Shafir y Sendhil Mullainathan, dos académicos que
estudian el comportamiento humano, nos regalaron en su libro “Escasez” una
metáfora perfecta para describir cómo afecta la situación de exclusión social
en la salud mental de una persona. Ellos nos invitan a pensar el cerebro humano
como un gran ordenador, el más potente que se pueda encontrar en el mercado, en
el que comenzamos a abrir un programa tras otro. Y luego otro, y más programas abiertos.
Todos ellos trabajando a la vez. Por muy potente que sea el ordenador, éste
acabará colapsado por la cantidad de acciones que tiene que realizar. Las
personas que inician procesos de exclusión social ven en su pantalla cómo una
pequeña ventana de un programa se ha puesto a trabajar -por ejemplo, quedarse
sin empleo-, y no han encontrado nadie que les pueda ayudar con ella. Esta
pequeña chispa acaba multiplicando el número de programas que su cerebro puede
procesar -pagar el alquiler, pagar la comida, problemas con la pareja,…-, y
así, poco a poco, comienza a colapsar, a no poder establecer prioridades entre
unas y otras acciones -cuántas citas en servicios sociales desperdiciadas,
cuántos silencios ante las propuestas de ayuda realizadas por buenos
samaritanos que acaban quejándose de que “encima que iban a ayudar”… Al final, el
colapso impide planificar las respuestas, a organizar la vida, quedando en una
situación más severa de exclusión social y, por tanto, reduciendo las
posibilidades de remontar rápidamente.
El deterioro de la
salud mental nos iguala a todos y a todas. A personas en exclusión o incluidas,
con VIH o sin él, a trabajadoras, voluntarias o beneficiarias de entidades
sociales. La pandemia de la COVID19 nos permitió constatar que el desgaste
mental, el esfuerzo psicológico que todos y todas hemos debido realizar para
pasar por situaciones nunca imaginadas de absoluta inestabilidad y aislamiento
social, se parece mucho a los sufrimientos y esfuerzos que sufren personas en
exclusión social como las que participan de Acollida
i Esperança. Tener que sobrevivir a situaciones de exclusión social es como
atravesar, cada día, una pandemia igual que la que hemos vivido. Es como tener
que trabajar con un ordenador absolutamente colapsado.
Visibilizar estas
realidades de sufrimiento mental y vincularlas a las vividas por todas y todos
durante los dos años de pandemia, puede ayudarnos a que la sociedad en general
se ponga en los zapatos de aquellas personas que han tenido que vivir en exclusión
social durante años, y las que aún tienen que hacerlo. Ed Burns y David Simon,
en el epílogo de su relato periodístico “La esquina” -que es el germen de
series como “The Wire”-, explican que para resolver las situaciones de pobreza
y exclusión social existentes ven necesaria tanta empatía hacia las personas que
las sufren que, a su juicio, es imposible que esta sociedad sea capaz de generarla.
Para ellos, resolver la exclusión no es tanto un problema de recursos ni de voluntad
política, sino de voluntad social. Para poder dedicar todo lo necesario,
debemos antes comprender qué está pasando a esas personas, no juzgarlas,
compadecer -en el sentido que decía Adorno, padecer junto con el otro. Los
hechos excepcionales como la pandemia, y las otras que el cambio climático traerá,
pueden resultar oportunidades determinantes para incrementar esa empatía social
tan necesaria, para hacer frente a los tópicos de la pobreza, a los tópicos
sobre la falta de voluntad para salir de la exclusión social como factor
determinante que, infinidad de veces, justifica como merecida esa situación sin
tener en cuenta de que, muchas veces, es sólo el fruto de haber tenido un
colapso ante tantos programas en funcionamiento al mismo tiempo, igual que
nuestros problemas de salud mental.
Foto de Taylor Deas-Melesh
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