Dicen que de los errores se aprende. Y más que nunca los actuales dirigentes del PP y de CiU están demostrando aprender de aquellos fallos que tuvieron sus predecesores. La alianza tema a tema que parece que están desarrollando en el Parlament de Cataluña, simulando una negociación ardua y dura entre dichos partidos por el bien del país –cada uno del suyo- se convierte en realidad en pacto de gobierno similar al del último mandato de Jordi Pujol.
Fueron tiempos aquellos del pacto CiU-PP del 99 en que ambos se reforzaban a sí mismos, tanto en Madrid como en Barcelona. Tras las elecciones de 1996 en las que Aznar necesitó los votos de CiU para convertirse en presidente del gobierno, Jordi Pujol vio caer su capacidad electoral hasta cotas mínimas, teniendo que recurrir al PP para garantizar su último empujón en el Govern.
De estos pactos quien peor salió parado fue la coalición catalana. Gran parte de su electorado intentaba ratificar con su voto un proyecto de construcción nacional que, aun rehuyendo voluntariamente de simbolismos, elaboraba una identidad claramente diferenciada y vehiculizada a través de las arcas públicas. La firma política con el gran tótem del españolismo dañó a CiU y engordó electoralmente los proyectos identitarios alternativos, como el de ERC.
El PP también pagó el pacto con Pujol. No a nivel nacional, pues su política de hostigamiento a los nacionalismos periféricos le permitió argumentar que lo que hacía era contrarrestar la deriva catalanista. Sin embargo este discurso adherido al pacto contribuyó a abrir los espacios ellos o nosotros en campañas como las de su gran rival electoral, el PSC.
Perder el país para ambos partidos, unos en 2003 y los otros en 2004, supuso una desorientación que los catalanes intentaron corregir a través de un nuevo pacto con el PSOE, para sacar adelante un nuevo Estatut modificado sobre las aportaciones del Parlament. Mas y Zapatero jugaron al yo te salvo el Estatut, tú me devuelves mi país que salió por la culata debido a la indisciplina del PSC respecto del PSOE.
Ahora, más de diez años después de aquellos pactos PP-CiU, la situación vuelve a repetirse. Se trata de un pacto sin firma, ocasionado de la necesidad de Mas de los votos del PP en el Parlament y de la valorada voz de Durán i Lleida a nivel nacional que hace sentirse a los conservadores de Génova menos solos en sus proyectos involutivos.
La no firma del pacto permite a ambos partidos salvar la cara delante de su electorado, dejando para las bambalinas de la política legislativa cualquier decisión y ocultando a sus votantes que, tras las cuatro barras o la rojigualda en realidad no hay más que un proyecto liberal-conservador compartido. Son el mismo partido que responde ante las mismas élites, pero con diferente electorado. Y como así lo saben, así lo demuestran.
A nivel catalán, el PP ha renunciado a cualquier voz crítica dentro de las instituciones. El trabajo de los 17 parlamentarios dirigidos por Alicia Sánchez Camacho consiste en votar exactamente y por sistema lo mismo que voten sus compañeros de CiU. Algo que no ocultan a cualquier entidad social que solicite de ellos la inclusión de tal o cual enmienda en diferentes proyectos legislativos.
A nivel español, CiU ha optado por tener protagonismo mediático manteniendo en la dirección de su grupo parlamentario a Durán i Lleida y reservando el discurso más combativo para el futuro –en la figura de Oriol Pujol- en caso de necesitarlo.
Ambas formaciones tan sólo se separan públicamente en el ámbito de las decisiones identitarias. Camuflado entre tanta senyera, Artur Mas está consiguiendo completar, tras casi 15 meses de presidencia, el gran proyecto liberalizador. Ha eliminado la pequeña estructura de bienestar catalán que comenzó a crear los gobiernos del Tripartit y ha vendido por piezas la riqueza institucional de Cataluña con la falsa excusa de que “ellos” –los españoles encarnados en la figura de un PSC inconfundible con el PSOE y los malos catalanes de Iniciativa y ERC- dejaron la caja vacía.
Mariano Rajoy, por su parte, aún no ha necesitado envolverse en bandera alguna, aunque sí reproducido exactamente punto por punto el esquema de CiU de que ahora el país ha vuelto a las únicas manos legítimas. Su principal problema es que todo lo vendible que tenía España ya fue finiquitado por las liberalizaciones de Aznar y Zapatero. Todo menos la fuerza productiva, ese gran activo que logró colocar con su última reforma laboral.
Dos proyectos que, en definitiva, son uno sólo. Incapaces de distinguirse a la luz del día, pero cuyos líderes los camuflan con sesgos identitarios, pervirtiendo y manipulando así los sentimientos de cada uno de los pueblos a los que dicen representar y dando alas a la única nación que les merece apoyo y respeto, la del liberalismo.
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