Días de protestas en los países árabes. La crisis económica, combinada con los abusos de poder de las élites políticas han llevado la expresión de malestar y la voluntad de cambio en los estados árabes. Y, como muchas otras veces a lo largo de la Historia, el origen de la revuelta surge de lo anecdótico y casi cotidiano. Mohamed Bouazizi, comerciante tunecino a quien la policía de la dictadura había confiscado su puesto y humillado públicamente, se inmoló en señal de protesta. Su desesperación y sacrificio hizo levantar el ansia de cambio de la juventud tunecina y sus protestas derrocaron al presidente Ben Ali.
El presidente Ben Ali era un miembro del ejército formado por la antigua metrópoli, Francia, que había llegado al poder a través de unas elecciones. Modificando la ley a su antojo para poder seguir presentándose ilimitadas veces a la reelección, Ben Ali además había prohibido a partidos políticos contrarios al régimen -de izquierda o islamistas-, y disfrutaba del prestigio internacional de ser un aliado de occidente. Su partido político formaba parte de la Internacional Socialista –de la que ha sido expulsado a raíz de los levantamientos populares- y constituía la única fuerza a la que Europa y Estados Unidos ofrecían legitimidad y apoyo. En todas sus reelecciones como presidente de Túnez, la sospecha de fraude electoral era muy elevada.
Tras Túnez, cayó Egipto. El efecto contagio ha hecho que lo impensable, sucediera. Hosni Mubarak renunció a su cargo de presidente el pasado día 11 de febrero y a día de hoy el país es gobernado por una junta militar, la cual ha anunciado que renunciará al poder en el momento en que se celebren las elecciones libres. A la espera de lo que suceda con el futuro democrático de El Cairo, la caída de Mubarak anuncia tiempos de cambio para los países árabes. Mubarak era el prototipo de dictador militar árabe, hijo de su tiempo –formado en la URSS y sin embargo apoyado y legitimado en el poder por EEUU e Israel- y fuertemente anclado en el escenario internacional que su salida se veía impensable, hasta que sucedió.
A día de hoy, Libia reprime con balas las protestas pacíficas de estudiantes, Yemen dispersa las reuniones de jóvenes en la plaza Tahir –libertad-, Barhein produce muertos entre sus manifestantes y Jordania ha cambiado de Primer Ministro, nombrando el Rey Abdullah a un ex general para así desviar la atención de las revueltas que se estaban organizando en Amman.
Muchos analistas hoy nos señalan la importancia de los medios de comunicación sociales en estas revueltas. Si bien no es del todo así. Lo que hoy se comenta por Twitter o Facebook, ayer se comentaba en los cafés árabes. Y sin embargo ninguna revuelta podría haber triunfado sin la atención de los medios de comunicación internacionales.
Éstos han prestado toda la atención que no dedican a los movimientos de protesta nacional a los jóvenes tunecinos o egipcios. Lo cual no significa que este supuesto cuarto poder haya cambiado gobiernos, sino que la emisión en directo de conductas pacíficas de protesta, en horario de máxima audiencia, en portada de papel y la explicación de unas demandas razonables o acordes con el discurso político global han atado de pies y manos a los gobiernos occidentales, verdaderos padres de la criatura.
Porque, no nos engañemos, Mubarak, Ben Ali, Gadaffi, Abdallah y tantos otros son “nuestros hijos de puta”. Aquellos líderes que occidente ha sostenido en relación a sus intereses económicos, políticos o geoestratégicos.
Justo en estos días coincide, además, que Human Rights Watch ha lanzado su informe mudial. En esta edición de 2010, HRW se cuestiona el modelo de promoción de los Derechos Humanos que tienen los gobiernos en general, pero particularmente los occidentales. Frente a las violaciones de Derechos Humanos, el informe señala que la práctica de los gobiernos se basa en una palabra: cooperar. Cooperar con los violadores para, teóricamente, convencerles de las bondades del respeto a los Derechos Humanos. HRW dice que esta cooperación es falsamente idealista. En la mayoría de las ocasiones, la cooperación basada en la buena voluntad de los gobiernos violadores sirve de parapeto y desvío de la atención para éstos y de falsa justificación para unos gobiernos occidentales interesados más en su geoestratégia y la buena diplomacia que en extender el régimen de protección sobre los Derechos Humanos.
Un reciente estudio –lo lamento, no encuentro el enlace- indicaba que criticar a China al respecto de la situación allí de los Derechos Humanos implicaba pérdidas en la balanza comercial durante, al menos, 5 años. Lección que han dado por aprendida Obama, Sarkozy o el premier británico, David Cameron, mudos en sus últimas reuniones políticas con Hu Jintao. Los Estados occidentales están primando la consecución de objetivos económicos o los intereses geoestratégicos por encima de la supuesta fórmula de gobierno global que estaban intentando implementar: Derechos Humanos + liberalismo económico + democracia liberal representativa. El proyecto de la Paz Liberal, para ellos, sólo ha de funcionar si eso implica beneficios económicos a corto o medio plazo.
HRW nos enseña en su último informe que la presión pública a un gobierno sobre el respeto a los Derechos Humanos no es incompatible con la diplomacia entre bambalinas y las conversaciones discretas entre gobiernos. Y que es precisamente esta estrategia la que ha favorecido el cambio pacífico y el desarrollo en diversos países. Todo lo que se desvíe de este punto sirve a los intereses particulares de cada gobierno, y no al establecimiento de un régimen sólido, estable e internacional de Derechos Humanos.
Hoy hay quien compara o sugiere que el mundo árabe está viviendo su 1989 particular. Sin embargo, todo esto se parece más a un 1968. Gentes humildes, solidarizándose unos con otros en búsqueda de cambios políticos y sociales que aumenten sus libertades políticas, y enfrentándose a unos demonios más grandes y más altos que los del comunismo: los demonios del liberalismo económico y de los intereses geoestratégicos mundiales.
Comentarios
Gracias por tu comentario, viniendo de alguien con quien discrepo muchas veces pero cuya opinión no sólo respeto sino que admiro por su nivel de argumentación, es un gran elogio.