Desde siempre, los edificios han servido como pretensión de los poderosos para modificar la actitud de las masas. Las iglesias fueron pensadas arquitectónicamente como un símbolo que, al tiempo que sirve de lugar de reuniones, termina por incrustar al individuo en una sociedad identitaria. Así, la mayoria de ellas están orientadas hacia Jerusalén y su forma clásica es la de Cristo en la cruz. Es una experiencia individual que termina por convertirse en grupal a través del espacio.
Lo que ya no tiene tanta historia es la necesidad del hombre económicamente poderoso de asegurarse un estatus social a través de la arquitectura. El siglo XX fue el siglo de las construcciones megalomaníacas encaminadas a encumbrar a hombres de éxito político, económico o social. Fue el siglo del espectáculo tal y como hoy lo conocemos y por tanto creó una nueva especie de líder social al que reverenciar: el arquitecto.
En todas las sociedades, en cada década del siglo XX, encontramos la figura del hombre imbuído de poder a través de su capacidad de crear arte con formas constructivas. La arquitectura al servicio de fines espectaculares. Y si alguno de los arquitectos modernos entendió esta relación fue, sin duda, Frank Gehry. Nacido con el nombre de Ephraim Goldberg, este candiense supo establecer sus edificaciones no sólo como artefactos que creaban categoría social y que permitían el reconocimiento del dueño, sino que relacionó edificios con desarrollo local. Y aquí fue cuando se abrió la caja de los truenos.
Bilbao era una ciudad post-industrial. Estaba sumida en la depresión del cambio de modelo de industria, cansada de la fama de fea que siempre había tenido en su entorno, con un aeropuerto al que apenas llegaban dos vuelos internacionales al día y con el estigma de territorio terrorista que cierta prensa le había impuesto. En semejantes circunstancias surgió una idea, un proyecto, al otro lado del charco que cambiaría para siempre la fisionomía de la ciudad.
En Nueva York, el director de Guggenheim, Thomas Krens, había ideado un modelo de negocio artístico con el que pensaba conquistar el mundo de las finanzas. Tomando como ejemplo el modelo franquicias de McDonald's, Krens se dedicó a instalar museos con su marca en diversas partes del globo. Dichos museos, gestionados localmente, permitirían una distribución más fácil y barata de las exposiciones que tenían lugar en Nueva York, reduciendo costes al tiempo que generaban ingresos para la central. Además, permitirían la ampliación de los fondos propios al aumentar los contactos para la recaudación de dólares con los que comprar las obras. ¡La panacea, la panacea! Lo importante para Krens era que estos museos tuvieran una seña de identidad, algo que los haría característicos e inconfundibles, y para esto escogió la arquitectura y los edificios de Frank Gehry.
Tras instalar museos por Las Vegas, medio Estados Unidos e incluso planificar una construcción medio inundable en Río de Janeiro, llegó un grupo desde España que se instaló en su oficina y le pusieron sobre la mesa 20 millones de dólares del dinero público para construir uno en una ciudad industrial. El Ayuntamiento bilbaíno había decidido vender su ciudad al exterior para quitarse sanbenitos de encima. El Gobierno Vasco, del mismo color político, le siguió y puso el dinero a cambio de que la municipalidad pusiera el plan urbanístico.
Junto a la recién recuperada ría, se instaló el museo con forma de papel de aluminio tras acabar con el bocadillo de chorizo que envolvía y se coronó con un adorno floral en forma de mascota, diseñado por Jeff Koons, confirmando al conjunto como la caseta de perro más grande y cara de la Historia. Para acompañar, el proyecto Ría 2000 del Ayuntamiento de Bilbao incluía un puente de Calatrava, o el rediseño realizado por Daniel Buren para incorporar el cercano puente de La Salve al edificio de Gehry.
La transformación que sufrió la ciudad provocó que innumerables compañías de la industria del turismo y el ocio se interesaran por ella. Sheraton instaló un hotel de cinco estrellas a la orilla de la ría, justo al lado del Palacio Euskalduna, otra obra pública de diseño dedicada a los congresos. British Airways estableció una ruta directa entre Londres y Bilbao para catapultar a los cientos de miles de visitantes que se esperaban. Bilbao había pasado de ser una ciudad abatida por la industria a un lugar donde cualquier matrimonio norteamericano de paseo por Europa quisiera parar un fin de semana.
Pero poco a poco las perspectivas se fueron desinflando. Como en todos los museos deslocalizados y franquiciados de Krens, el tirón de la ciudad resultó mínimo y la frecuencia de turistas a la capital vizcaina cayó hasta el punto de que British Airways retiró su vuelo directo y el mismo Sheraton está pensando en vender el hotel ante las pérdidas del proyecto. Krens fue despedido por los benefactores de la fundación. El Museo recibe exposiciones de la marca Guggenheim, pero se ancló como un producto local que no justifica un desplazamiento por sí solo y el Ayuntamiento, lejos de pensar que el camino tomado no fue del todo bueno, sigue planificando proyectos con grandes arquitectos del mundo del espectáculo y pocas perspectivas de éxito.
Bilbao, el modelo Bilbao que todo el mundo había pretendido imitar y a través del que se justifican Juegos Olímpicos, ora de verano ora de invierno, Exposiciones Internacionales o Florales, capitalidades europeas de la cultura, Forums y todos los reconocimientos vacuos del mundo, fracasa en su intención de hacer de la ciudad la casa y el hogar de sus ciudadanos. Creciendo hacia el turista, y no hacia quien la habita, instalando franquicias arquitectónicas sobre las que gira el transporte urbano, consigue ser el equivalente en términos de complejo turístico a esas avenidas comerciales, llenas de Zara, Bershka, Mango, Prada; a esos centros comerciales donde poder cenar lo mismo que millones de personas están cenando a miles de kilómetros al mismo tiempo. Convirtiendo cada vez más la vida de los ciudadanos en un espectáculo de zoo donde nadie quiere ser quien es, sino ser el de la ciudad de enfrente, más atractiva, más guapa y más lista.
Comentarios
En cualquier caso, como bien dices los modelos de ciudad muchas veces responden a las necesidades de determinados grupos económicos, no necesariamente a las necesidades de sus habitantes.
Canichu, lo más curioso es que aunque todos los Alcaldes del Universo se empeñan en construir grandes avenidas y ciudades McDonalizadas, a los visitantes, turistas y ciudadanos en general lo que les termina gustando son las calles anárquicas, estrechas y con encanto que surgieron sin planificación.
eva, lo que proporciona el siglo XX, y se termina de desarrollar en lo que llevamos del XXI, es la pretensión de que el poder construye ciudades para los ciudadanos, aunque en realidad las construye para ellos mismos. Ahora, cualquier esquina de la ciudad moderna es susceptible de ser rediseñada por el arquitecto de turno sólo por el bien de la economía. Antes, al menos, sólo construian templos para los dioses.
Sería interesante en si el hecho de que esta última etapa, inserta en lo que llamamos la sociedad del espectáculo, tiene algún cambio cualitativo distintivo respecto a las anteriores, pero parecería que esencialmente, en cuanto a la arquitectura, hay una continuidad.
Lo que cambia en el espectáculo, creo que has querido señalar, es que los habitantes son angatusados espectacularmente, inducidos a aceptar que la arquitectura espectacular terminará por beneficiar a todos, con lo cuál hay un consentimiento implícito en la finaciación con sumas aberrantes de proyectos que finalmente terminan beneficiando sólo a los que viven del espectáculo del turismo cultural, con el agravante de que esos procesos urbanizadores en realidad funcionan como condensadores del valor del suelo circundante de los proyectos, que ha sido previamente adquirido por los que están en el negocio inmobiliario grosso.
Un saludo, espero verte más veces por aquí.