Utilizo Twitter. Habitualmente.
Una noche vi como Trending Topic un hashtag que decía #somescola y que constituía la reacción de la sociedad civil
catalana frente a una sentencia judicial que ponía en cuestión el catalán como
única lengua vehicular en el sistema escolar catalán. En este mar de respuestas
entrecruzadas que son los Trending Topic
yo lancé la mía al agua.
La frase comenzó a dar vueltas y vueltas. Muchos la compartían con sus
contactos. Otros tantos la contestaban. Gente con gran número de seguidores en Twitter como Jordi Villacampa, Toni Albà
o Joan Coscubiela compartieron la frase. Supongo que el hecho de que marcara mi
madrileña procedencia y mi apoyo al sistema educativo catalán llamó la
atención. Entre las contestaciones había unas más inteligentes que otras. Tanto
de apoyo como de rechazo. Procuré no contestar a ninguna, pues poca cosa más se
podía añadir.
Ahora hemos estado y seguimos estando de elecciones. En cuatro sitios a la
vez: en Galicia, Euskadi, Catalunya y en España –en este último, de hecho,
vivimos en una permanente campaña electoral. Y un tema está marcando, por
encima incluso de la situación económica, las elecciones en estos cuatro
sistemas políticos: la identidad. Unos y otros echan la culpa a la identidad
ajena de los males que les acontecen, o ven en el refuerzo de la suya propia la
oportunidad para levantar cabeza. Y al igual que el pie derecho va detrás del
pie izquierdo cuando caminamos, tras la bandera identitaria viene el idioma.
Omitiré deliberadamente el galego de este artículo, ya que nunca he residido en
Galicia ni conozco bien su normalización.
Sí que he vivido y trabajado en Euskadi. Y nadie me habló en euskera. Ni
por asomo. Casi no tuve oportunidad de aprenderlo pues pocas personas a mi
alrededor lo hablaban. Sí pude conocer expresiones básicas y sencillas, y
enterarme de que en ese idioma se diferencian a los hermanos de hermanas y a
los hermanos de hermanos. Poco más. Casi dos años sintiendo Bilbao como mi
propia casa, y un idioma que ni me facilitaron a hablarlo ni me dificultaron
evitarlo. Estaba, existía. Eso es todo lo que puedo decir.
Ahora vivo y trabajo en Catalunya. A los pocos días de estar aquí todo el
mundo me hablaba en catalán –excepto mi suegro, que es muy suyo y ha tardado un
par de años. Cualquier documentación pública está en catalán. Los carteles de
la calle, los tenderos –incluso algunos pakistaníes-, los compañeros de
trabajo, los compañeros de asociación, en todas partes está el idioma de la
tierra, que convive fácilmente con el castellano. Pero que en esta convivencia
el catalán está claramente minorizado.
Se puede vivir perfectamente en Barcelona sin hablar catalán.
Puedo decir, entonces, que conozco dos modelos de inmersión lingüística que
se pueden resumir viendo dos hojas del Boletín Oficial de cada Comunidad
Autónoma: en Euskadi la versión en castellano y en euskera van juntas,
alineadas, paralelas. En Catalunya la versión es en catalán. Si el objetivo del modelo de Euskadi era hacerme
sentir cómodo con mi castellano, lo lograron. Ahora, si el objetivo era
animarme a conocer su idioma se equivocaron. Éste vive aislado en un castillo
de cotidianeidad propiamente vasca, euskalduna, ajena a las gentes que no
quieren verlo. Incluso promocionando que personajes como Mayor Oreja digan con
orgullo que quieren ser el primer Lehendakari que no hable el idioma de la
tierra.
El catalán en cambio se muestra. Sabe que su fuerza es menor, que hay mucha
más gente en Catalunya castellanoparlante que catalanoparlante y que, además,
la fuerza comunicativa –diarios, televisiones, películas, libros- está
francamente del lado castellano. Sin embargo han ideado un modelo por el cual
me facilitó aprenderlo –al menos en Barcelona-, me motivaron y me ofrecieron
ayuda pública para ello. Que el catalán sea la lengua vehicular de las escuelas
hará que la hija de una amiga, madrileña venida con sólo 6 años, sea capaz de
manejar los dos idiomas perfectamente al salir del instituto. Habrán creado un
castellanoparlante y un catalanoparlante por el precio de uno. El catalán no se
aprende en la calle porque sigue siendo una fuerza minoritaria. El catalán se
aprende en los lugares formales, en la escuela, en los centros de formación y
en los centros de trabajo, aunque se puede trabajar en Catalunya sin saber
catalán.
Venir a Catalunya y aprender catalán sólo me hizo darme cuenta de la
ineptitud de mi sistema escolar –y eso que soy de cosecha EGB y no LOGSE.
Estuve escolarizado 15 años en la Comunidad de Madrid y nunca me enseñaron ni
una sola palabra de las otras lenguas cooficiales de mi Estado. El catalán, el
gallego y el euskera son patrimonio cultural del Estado que –al menos de
momento- compartimos. Y sin embargo las élites políticas y mediáticas son
capaces de utilizarlos para dividir y arrimar el ascua a su sardina.
El catalán, el gallego y el euskera deberían ser obligatorios en las
escuelas de toda España. No deberían, evidentemente, tener un peso muy
importante en el currículum de cada alumno de fuera de estas regiones, pero sí
deberíamos preocuparnos por su salud y sentirlos como propios. El catalán, el
gallego o el euskera no se hablan en Rusia. Se hablan aquí, a menos de 1.000
kilómetros de cualquier otro conciudadano.
Te dirán que no tienen peso económico, y yo te contestaré que no valoro la
cultura o la historia según lo que puedan pagarme por ella. No todo tiene un
precio.
Te dirán que los estudiantes ya tienen demasiado peso en sus estudios, y yo
te contestaré que aquí en Catalunya cientos de miles de estudiantes pueden
hacer clases de catalán, castellano e inglés perfectamente y que algunos, como
mi mujer, estudiaron también francés.
Te dirán que son idiomas que se deben aprender en la calle, y yo te diré
que frente a un idioma hegemónico, como es el castellano, hace falta hacer un
esfuerzo para conocer y utilizar el idioma minorizado.
Te dirán, algunos catalanes, vascos o gallegos, que sus idiomas son suyos y
que no es necesario hacerlos estatales, y yo te diré que el idioma no es
propiedad de nadie excepto de todos y cada uno de los que lo hablamos. Y
cuantos más seamos, más fuerte lo haremos.
Se inventarán mil y una mentiras, pero la única realidad es que estarán
construyendo un problema inexistente sólo para reforzar su línea política. Que
enarbolarán la bandera de cualquier idioma para incrustar el miedo en nuestra
política y evitar abordar los problemas reales. Nadie habla un idioma para
molestar a otro. Nadie tiene la licencia única de un idioma, o del idioma que
se hable en un territorio. Y si el Estado ha reconocido la cooficialidad de
varios idiomas, debería asegurarse por la protección de todos y cada uno de
ellos, por su promoción, por su normalización, por su incorporación a las
instituciones políticas –Congreso, Senado- y sociales y sobre todo por su
defensa a ultranza de que todos y cada uno de ellos forman parte de nuestro
pasado y de nuestro patrimonio cultural. Pero claro, eso sería demasiado didáctico (sic).
Comentarios
Abrazos, se te echaba de menos por estos lares.
Aprender un idioma ajeno es también un ejercicio de empatía con aquellos que la tienen como lengua materna, no sólo en el sentido de comunicación, sino en la forma de entender la vida, la cultura y todo lo que forma parte de los otros. Es un reconocimiento de esa forma de ser, de esa forma de sentir, es un "querer convivir" independientemente de las vinculaciones políticas o partidarias y las banderas con las que las disfracen.
Agradecido de volver por mi casa. Abrazos
La lengua da forma al pensamiento, y esto es más profundo que la comunicación (es como dices la forma de entender la realidad, y es arte y es expresión, y es sentimiento y es muchas cosas).