Sin embargo en este ámbito, como en tantos otros, los escritores de blog –esos aficionados- terminan por copar la red de sus reseñas y opiniones, obligando al curioso que busca información sobre cualquier cosa, a llegar a un crítico de verdad tras haber pasado por varios blogs de mierda. Esto exaspera a los críticos de profesión, con una formación de base y de clase alta y a los que se le supone unas grandes dotes artístico culinarias que no han podido demostrar nunca. Sea como fuere, los blogs existen y desde ellos se hace la crítica y la opinión de todo cuanto acontece en este florido mundo. Y a quien no le guste, que no mire.
Llegados a este punto, por qué no decirlo, la idea de esta nueva serie de entradas dedicada a la crítica gastronómica o a algo que se le parece, viene asentada quizás en aquella otra idea propuesta por un situacionista que aún no decía serlo en la joven redacción de una revista que jamás vería la luz. El fancine, si es que se podría llamar así a la publicación que, según sus perpetradores, iba a dominar el mundo de la comunicación para los próximos once años y medio –más no, porque éramos realistas-, iba a contar con una sección de crítica de botellones en donde se evaluara la categoría de los parques matritenses para acoger tal costumbre juvenil. La metodología era bien clara. Había que escoger ciertos criterios objetivos como la cercanía de una tienda de chinos donde poder proveerse, la presencia o no de contenedores de reciclaje adecuados y un largo etcétera junto con otros mucho más subjetivos tales como el ambiente de diversión –ahora lo llamarían de tolerancia- que había en el susodicho parque o el nivel de calidad de los baños callejeros improvisados –generalmente una pared para ellos y los contenedores de reciclaje antes mencionados para ellas.
Pero en esta nueva sección del blog –a ver lo que dura- mandamos a hacer puñetas las metodologías y los criterios objetivos y subjetivos. Si por algo nos caracterizamos es por la inconstancia y la no perseverancia –hubiera encontrado un antónimo pero ya saben…- así que no nos da vergüenza decirlo: las críticas gastronómicas serán sólo responsabilidad del criterio y de la mala leche que uno lleve cuando come allí o cuando escribe. Arremanguémonos y pongámonos entonces, y nunca mejor dicho, manos a la masa.
Anclado en mitad del valle del Cinca, río aragonés, y por lo tanto en la provincia de Huesca, el pueblo seleccionado para la ocasión fue Monzón, o también conocido como lluvia que sube en vez de bajar. El proceso de selección fue duro, arduo y peligroso, pues conduciendo por
Cuando se llega al pueblo lo primero que se percibe es el castillo. Una gran mole de piedra que tuvo que resultar impresionante en algún momento y que hoy parece asediada por sus propios ciudadanos rurales. Allí, recogiendo sus faldas cual señorita atosigada por ratones, el castillo pasa sus días sin pena ni gloria. Si se intenta subir a él, es probable que se encuentre con un señor con un hacha. Aunque esto, no cabe duda, es una exageración y desde aquí se asegura que no se puso nunca un énfasis especial en ascender tras descartar desde lejos la existencia en el castillo de un restaurante, de esos que giran.
Como la hora apretaba y el hambre apremiaba, la búsqueda de alimento se convirtió en la principal causa del deambular por las calles monzoneras. Un día 8 de Diciembre, y celebrando
El olor a churrasco inundaba las fosas nasales y animaba los jugos gástricos y se topó con el primer local de comidas: El rincón encantado. Decorado en su entrada con un cartel con duendes que hacían el honor del nombre, pronto uno se dio cuenta que el encantamiento iba a ser más del pensado. Entrando directamente, sin recibidor, en una sala ni pequeña ni mediana en donde varias familias comían a gusto el segundo plato y todos los ojos se quedaban mirando al nuevo cliente con la expresión bien definida: “llegas demasiado tarde para que te sirvan para comer”. Con vacilación pero tratando de mostrar una seguridad en uno mismo como cuando tras caerte por las escaleras te levantas fingiendo que lo has hecho apropósito, que tú bajas así, nos acercamos al mostrador. Tras unos minutos jugando al escondite con la camarera y el cocinero –que a juzgar por los platos sin recoger en mesas cercanas a la barra hacían un rato que no salían a atender a los clientes- se opta por salir del restaurante con cara de indignación, que siempre es un buen escudo para soportar los bochornos. Dignidad, ante todo dignidad.
Siguiente objetivo, ya más real pues nadie te va a dar de comer a las tres y pico, un bar de bocatas. Y allí ante los ojos se mostraba el Bar Alaska. Ya el nombre echa un poco de incertidumbre, pero los ánimos se han visto reforzados ante la devaluación de los objetivos. Ya no le pedimos peras, sino simples sámaras alimenticias. Cargado de humo, el ambiente no es familiar precisamente. Dos hombres acodados en la barra parecen discutir de algo que es interrumpido con el crujir de puerta. Otro, volcado sobre su café como si fuera la frase de Cristo que lo fuera a levantar tras los ocho o diez cubatas mañaneros, observa con cara de pocos amigos a los nuevos habitantes. Finalmente, armados nuevamente con el valor que sólo da el hambre, uno de nosotros se acerca a la latina camarera y le pregunta directamente:
“¿Cómo va la cosecha de mijo este año?... digo… ¿tenéis bocadillos?”
“Este bar no es lo suficientemente grande como para tener bocadillos para todos, forasteros.” Es decir, que no, que no tienen.
Saliendo por la puerta que aún sigue dando bandazos giratorios, nos dirigimos por las desiertas calles del centro a una taberna con pinta de bar de copas. El hecho de que esté abierto ya de por sí invita a un desmesurado optimismo, y cuando se ve por fin una máquina de café, se piensa que quizás jamón y queso puedan tener. El olor a carajillo se impregna en la ropa de quienes lo visitan y las miradas de curiosidad desafiante vuelven a la nuca y a los ojos de los visitantes. Como ya se tienen unas tablas, se pregunta directamente y sin intermediarios al camarero jefe, identificado por llevar un paño de cocina al hombro con el que seca lentamente uno de los vasos de café. Tampoco tienen bocadillos, pero da las señas de un lugar donde, nos aseguran, tienen unos excelentes y, además, si nos empeñamos nos hacen un plato combinado y todo. “Está en la segunda calle a la izquierda y luego a la derecha y se llama El Trébol.” ¿El Trébol? ¿Tendremos suerte?
No ha sido difícil llegar. En realidad está casi frente por frente al Rincón encantado y no entendemos cómo no lo habíamos visto antes. Desde fuera, se puede ver un enorme trébol verde de cuatro hojas decorando la fachada. Todo apunta a un buen bocadillo, pero al entrar, y tras haber escarmentado, las ilusiones se tornan dudas. Un paisano lee el MARCA del día anterior sobre una de las dos mesas que se ven desde la puerta. El jefe habla con él a grito pelado desde la barra cuando entramos nosotros y le preguntamos con voz de niños recomendados “¿Tienen bocadillos?”. Sí. Nos dice. Un solo y seco sí ante el cual esperamos unos segundos en silencio para dar la posibilidad de que nos ofrezca una carta. Visto que no tiene intención de eso preguntamos qué clase de bocadillo podríamos pedir, aunque a las alturas a las que estamos podríamos habernos comido hasta uno de chapas de cerveza.
Sorprendido por la pregunta, el jefe se lleva las manos a la nuca. “Bufff”, suspira. Hay de muchos tipos, nos asegura. Y mirando por encima la única mampara de cristal que hay sobre la barra nos recita aquello que va viendo. Butifarra, jamón, chorizo, tortilla de patatas. Y mirando hacia el cielo, siempre con la nuca rascada por su mano, continua haciendo memoria. Lomo, bacon,… “Lomo estará bien”, le decimos. “¿Con queso?”. Por supuesto que lo pedimos con queso, y satisfechos nos acercamos a la mesa junto a la del lector del caduco MARCA. Mientras nos preguntamos por qué no tendrá una lista impresa de los bocadillos que hace la casa para facilitar la labor de elección, nos topamos con un cartel más grande que el mapa de España que comienza con el alegórico título de “Bocadillos” y continua con una lista más bien grande de sutilezas culinarias que bien nos podrían haber ayudado a elegir. Pero más vale bocata de lomo en la mano que hamburguesa volando.
Apenas nos hemos sentado y el jefe, que se ha vuelto cumplidor, nos pregunta si queremos tomate en el pan. Las papilas gustativas dicen sí y nosotros también. No han pasado 5 minutos y ya tenemos en nuestro poder sendos bocadillos de lomo a la plancha de media barra de pan bueno con queso fundido y tomate restregao. Lo regamos todo con un refresco y un tercio de cerveza. Sólo echamos en falta quizás alguna que otra servilleta de más. Pero el pedirlo no ocupa lugar y si no lo hacemos es más por no perder de vista el plato que por pulcra dejadez. El bocadillo tiene sabor y, mientras se mantiene frío, uno lo come con gusto. Ya a temperatura ambiente es el hambre el que se deja llevar y quien acaba de una vez por todas con la media barra de pan y de rico queso fundido. Un cortado corona la etapa reina del día y nos hace ser partícipes de la discusión sobre la última asamblea del Real Madrid y la visita del Atlético a Marsella. Total: 11€ y la sensación de que en todos sitios cuecen habas y que donde estén los bares de barrio que se quiten los restaurantes de Michelin.
Acabados los manjares, atasco en
Comentarios
eva, si no hay atasco dominguero -aunque fuera lunes- no hay escapada que valga ni niño arrastrao.
Biquiños!!!
En fin, si te sientes mejor, Situacionista, piensa que en época de Crisis, los bocatas vuelven a mostrar su enorme y orgulloso poderío alimentario en el mundo de la hostelería. Las charcuterías/carnicerías y las panaderías pueden estar tranquilas
Greetings
Una abraçada forta, cojons!!!