En un momento de la película, el personaje central nos narra la distribución de su casa. Toda amueblada con los últimos diseños escandinavos salidos de la tienda amarilla y azul y dispuestos a redecorar los hogares de cientos de jóvenes de clase media, incapaces de asumir la compra de un mueble de mejor calidad, incapaces de resistirse a que los muebles hablen de él. Eso mismo es lo que dice el narrador. Que tenía la necesidad de mostrar su personalidad a través de la mesa del comedor, la lámpara del salón o la silla del recibidor. Los muebles nos visten la casa, definen su personalidad y, por ende, la nuestra. Si invitamos a alguien adentro, ese alguien verá la mancha redonda del vaso que se posó en la mesa. Ese alguien se impresionará ante los símbolos que hay colgados en nuestras paredes. Preguntará por las experiencias que reflejan nuestras fotografías y sentirá de cerca nuestros gustos al contemplar los libros de nuestras estanterías. No se trata de que yo sea mis muebles. Si no de que todo eso habla también de nosotros mismos aunque no nos lo propongamos.
Con las ciudades ocurre lo mismo. No hay rincón de la gran urbe que no esté decorado para tal o cual ocasión. Paradigma del gusto ciudadano es la decoración navideña. Bilbao propone todos los años unos árboles raquíticamente decorados con cuatro bombillas azules que lo único que consiguen es destacar la estación invernal y la desnudez de las ramas. Y lo hace porque su decisión ha sido la del ahorro energético, la de no contaminar más con esa luz que tanta felicidad se supone que trae al animar a consumir. Paris institucionaliza el acto del encendido. Con su pulsar el interruptor, el alcalde se rodea de jóvenes bonitas –bien blancas y francesas- para señalarle al mundo quiénes son los más hedonistas. Nueva York, con su alumbrado de árboles reúne a sus ciudadanos de todos los colores y anima al fraternal espíritu consumista. Todos unidos bajo el símbolo del dólar.
En Madrid la Navidad es histéricamente alumbrada. Hace ya unos años en los que el equipo de gobierno municipal decidió modificar el diseño de las luces que dependen de él. Dejando atrás las típicas guirnaldas que aún decoran las calles patrocinadas por sus comerciantes –la mayoría-, el Ayuntamiento corrió en busca de nuevos figurines que hicieran las delicias de los transeúntes y, colateralmente, provocaran ataques epilépticos en los conductores. Además, la moda del árbol se llevó hasta el paroxismo de gastarse un buen saco de maravedíes en pos de engatusar a diseñadores de todos los pelos para que imaginaran y construyeran un árbol singular cada uno –aquí pueden ver ejemplos. Pronto, toda la ciudad quedó engalanada para las fiestas y las gentes corrieron hacia sus casas, buscaron la cámara digital del año pasado y comenzaron a fotografiar este arte efímero e ilusionante.
Cuando, en la última fecha, unos monarcas cargados de muchos caramelos y de algo de betún decidieron pasar por ahí, los viejos operarios se dieron cuenta de que las carrozas de éstos no podrían pasar por la vetusta cañada y se entretuvieron la noche de antes en quitar una a una todas las luces de la misma. Cosa de agradecer en especial por parte de los padres allí reunidos. No tendrían que gastar en ópticos en Enero. Mientras duraba el proceso de colocación y recogida de las luces, de trasplante de los árboles de diseño y poco antes de que se colgara el cartel que decía que hay rebajas, aparecieron por la ciudad de Madrid pequeños huecos en las esquinas de las calles. Agujeros de cuatro o cinco baldosas, algunas incluso recién puestas, que dejaban ver un tubo hueco allá en el suelo.
Esos huecos no eran fruto de una compañía de servicios, sino la nueva jardinería de la Villa, capaz de hacer crecer sobre ellos no un árbol o arbusto, sino estupendas pantallas planas de dudoso gusto donde publicitar a los ciudadanos. Sorprende ver con qué rapidez se levantaron las mismas, de una en una, de dos en dos. En esa esquina y allí también. Por doquier, sin importar que pudieran ser fruto de polémica, la pantalla crecía y expandía sus brazos a lo largo y ancho de toda la acera. Sus dos ramas crecidas desde la base abarcaban el desnudo trozo de acera que quedaba libre para el que camina y se inclinaban de forma precisa hacia los vehículos, tapando balcones y ventanas allá donde la calle fuera estrecha. Una nueva decoración había llegado a la ciudad y la suerte era que además daba dinero al municipio.
Pero esta nueva especie ya tenía un precedente. Hacía ya diez años, con otro equipo de gobierno pero del mismo color, surgieron en Madrid otras especias urbanas destinadas en un principio a hacer funciones útiles como al reciclaje de vidrio y pilas, la venta de mapas, el suministro de agua pública o la información municipal, para derivar después en una orgía de cilindros encapirotados que sostenían los mensajes comerciales de quienes estuvieran dispuestos a patrocinarlos. Entonces se dijo a los ciudadanos que no habría por qué preocuparse por los gastos ocasionados. Todos estos chirimbolos –como el pueblo de Madrid se empeñó en llamarlos- no serían gravosos para los ciudadanos. Su siembra había sido predispuesta por una empresa concesionaria quien administraría los mismos a cambio de 50 años de concesión y una retribución al Ay(h)untamiento –qué gran aportación de Harry. La calma no les duró mucho a estos aplicados miembros del municipio, y fueron muchas voces de la cultura y de la vida ciudadana las que se escucharon protestar frente a los chirimbolos. Alegaban que si esto se permitiera, la ciudad se convertiría en un enorme tablón publicitario. A nadie le gustaban los artefactos, ni si quiera su estética rococó hacía de ellos algo que rechinara a la vista. Sin embargo nada pasó, todo siguió igual y poco a poco los chirimbolos se confundieron en el paisaje y pasaron a ser parte de él. La semilla del chirimbolo se difundió, y hoy hasta el más tonto te hace relojes de madera. Es decir, que están en todas las ciudades presentando a los ciudadanos un próximo estreno o la nueva oferta del periódico de los domingos.
De aquellos vientos, estas tempestades. Surgen en la acera nada más y nada menos que 900 pantallas colocadas sin siquiera preguntar a los ciudadanos. Cierto, algunas se retiran cuando la abuelita que vive en el primero sale en la tele local diciendo que la han dejado sin su entretenimiento, la vista de la calle. Pero la frustración de no poder hacer nada o poder hacer poco llega a unos ciudadanos que ven cómo el equipo de gobierno hace y deshace sin el más mínimo respeto ni, por supuesto, criterio estético. Esas pantallas, feas, grises y desafinantes con el entorno, hacen bonitos los chirimbolos del Manzano -popularmente conocido como el hijo puta´lcalde-, retan a ser vistas y se suman a los otros 6.000 puntos de publicidad que hay en la ciudad. Juntos, suman no menos de 10.000 metros cuadrados (¡!) urbanos dedicados a la promoción y la recolección del dinero matritense. Y terminan de fusilar a Argüelles con la misma ideología que fusilaron a La Pepa, al colocar una pantalla en donde estaba su estatua. Malos tiempos, sí, para la lírica. Peores aún para el civismo.
Comentarios
navegando por la red he visto tu blog, me he parado para descansar y lo he explorado, me gusta mucho. Ahora continuo mi viaje. Cuando quieras ven a ver mi blog.
Ciao.
Por cierto, una cosa que me acabo de acordar. Lo curioso de Madrid es que mientras tienes todos esos espacios para la publicidad... ¡te multan si colocas un anuncio en una farola o en una parada de bus!
- en el respaldo del asiento de delante del avión, la semana pasada (AirEuropa Madrid-BCN, anunciaban un coche)
- pantallas encima del surtidor de gasolina (Repsol, anuncian... no sé qué anuncian)
Lo mejor de todo tu comentario eva, es la expresión haciendo memoria. La publicidad se mimetiza tanto en nuestro paisaje urbano que tienes que sentarte a pensar dónde más has visto a alguien queriéndote vender algo.
Y todos sentados de brazos cruzados en nuestro chalet con vistas al centro comercial.
Biquiños!
P.D:y gracias por la compañía, por supuesto cuento con vosotros.
Francisco; qué gran paseo construyeron entonces. Espera que Gallardón les pase la referencia del contratista de las nuevas aceras de Madrid, las cuales reflejan la luz del sol 10 veces potenciadas. Resultado, los madrileños somos todos chinos en los tramos nuevos de 10 metros. ¡Viva la integracion!