Hay montañas inalcanzables. Hay sueños que pervierten la tranquilidad del montañero retándolo a salir a la mañana siguiente. Hay mares de hielo que retan al hombre –y a la mujer- con ser surcados a pié. Hay Quintas Avenidas esperando a los héroes del descubrimiento de nuevos mundos. Y luego, para los que no son escaladores, está En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Se desprende de esto que hay una gran dosis de reto, esfuerzo y tenacidad en acabar la profusa obra del autor francés. Existe, en toda lectura de grandes –por su tamaño- obras, un componente de logro que hace que aquél que las termine sienta en su foro interno que ha conseguido un gran éxito vital. La mayoría de las veces, al reto en sí de la obra hay que sumar la distancia temporal que nos separa entre el momento en que se escribió la obra maestra y el momento en que se está leyendo. No cabe duda de que atreverse con la lectura de La Regenta, ahora que sus valores sociales quizás hayan cambiado, no es lo mismo que atreverse con Tu rostro mañana.
Pero hay obras que sus características le confieren un plus de peligrosidad. Son grandes, tremendamente grandes. Son actuales, de rabiosa actualidad que dirían nuestros periodistas de hoy. Pero también son un poco aburridas. Dentro de este grupo podemos encontrar Los pilares de la Tierra, de Ken Follet –y su continuación, me temo-; cualquiera de Vázquez-Figueroa; El señor de los anillos, de Tolkien –sí, los tres tomos; y –lo siento por Ottinger que aún no la ha acabado- Las Benévolas, de Johnatan Littell. [leer completo]
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