Cuando a mediados de este año me enteré de que salía una nueva edición de Maus sentí curiosidad por acercarme a este mundillo desconocido. La edición nueva, todo hay que decirlo, es muy similar a todo ese rollo gafapastero del que hablábamos antes. Con tapas duras, encuadernación de tipo piel y todas esas cosas que parecen querer decirte que estas ante algo importante en su mundillo. La razón de que fuera Maus y no otro es la trascendencia que ha tenido este cómic fuera del circuito habitual. Su autor, Art Spiegelman, ganó el Pulitzer por esta obra y asimismo se realizó en el MOMA de Nueva York una exposición sobre ella. Decidido a arriesgarme al aburrimiento que me provocan los demás cómics de las tiendas terminé por hacerme con una copia el mismo día en que salía a la venta. Eso sí, nada de pagarlo que eso está muy feo –guiño, guiño, guiño, Teddy Bautista, guiño, guiño, guiño-
La historia, una vez más, está ambientada en el Holocausto. Si Ottinger decía que ya hubo una serie definitiva sobre el Holocausto, y una película definitiva sobre el Holocausto, ahora tenemos –digo yo- el cómic definitivo sobre el Holocausto. ¿Para cuándo el coleccionable definitivo, o el politono, o los cereales? Me pregunto. Al no haber respuesta me dispongo a destripar la historia de Spiegelman.
Art tenía una obsesión, que era la de narrar la historia de su padre, el judío polaco Vladek. Éste había vivido las situaciones de persecución que todos podemos imaginarnos ya, sufriendo lo indecible, sacando de la muerte a su esposa y madre de Art y perdiendo a su primer hijo en los acontecimientos. La justificación de añadir un testimonio más a la colección de los mismos que sobre el Holocausto hay no fue, afortunadamente, la motivación de Art Spiegelman al escribir el cómic. Y es que la historia tiene dos planos, uno donde el viejo Vladek, ya jubilado en Norteamérica le narra sus peripecias y desgracias en Europa a su hijo Art. Otro, el propio Art escuchando la historia de viva voz, yendo a comer con su padre, aguantando su carácter singular y tratando de resolver los conflictos internos que le provocaron el suicidio de su madre y la fuerte personalidad del padre.
Es interesante ver cómo Spiegelman hijo animaliza a los personajes. En ocasiones esto demuestra parte de su compromiso con la historia, señalando a poblaciones enteras como salvadores, asesinos o simplemente advenedizos. Los judíos son dibujados como ratones, los alemanes –obviamente- como gatos. Entre éstos se encuentran los polacos, caracterizados como cerdos y tras todos ellos nos encontramos a unos norteamericanos que garantizan la seguridad del hogar, la fidelidad y la tranquilidad al ser dibujados como perros, como esos perros de anuncio de papel higiénico al que todos queremos tener en casa.
La historia de Vladek comienza con la vida en Polonia antes de la guerra. Las relaciones entre las familias judías adineradas y la tranquilidad de los negocios bien llevados. Sin embargo pronto los acontecimientos derivarán en robos camuflados de expropiaciones, en pérdidas económicas, familiares, vitales y de todo tipo. Los acontecimientos se suceden y sólo la astucia de Vladek hace que éstos sean sorteables. La realidad nos acompaña en cada viñeta y sería una realidad interesante de conocer si no fuera tan manida y tan asida. Quizá el exceso de historias de vida de estos acontecimientos –en claro contraste con la ausencia de otros como, sin ir más lejos, el exterminio de gitanos en los mismos campos- hace que la historia del judío polaco arrastrado hacia el infierno por el nazismo nos resulte predecible y monótona. Sabemos que el protagonista va a salvarse por los pelos de diversas maneras y que el azar jugará un papel importante. Vamos, como una película porno que vista una vistas todas. Y quizá sean por los mismos motivos que continuamos viendo porno y acercándonos a historias sobre el holocausto; porque ya sabemos cómo va a acabar o por esperar que acabe de algún otro modo.
Es el otro plano del que hablábamos el que merece más la pena. Al menos como novelización de la realidad. La vida de Art ha estado marcada, como decíamos, por el suicidio de su madre y éste a su vez fue inducido por la difícil personalidad del padre. Vladek quedó marcado por las carestías de la guerra y, más allá, por las de la posguerra. Su instinto de supervivencia se encendió con las persecuciones de los nazis y el pilotito del mismo siguió encendido durante toda su vida. Incapaz de relajarse en cuanto a su necesidad de saberse cubrir las espaldas, de ahorrar hasta lo impensable y, sobretodo, de amargar la vida a los demás reprochándoles su relax en las tareas típicas de los perseguidos. El mayor dramatismo de la cómic no consiste en las crueldades del nazismo, sino en las consecuencias de la mezcla entre un carácter típicamente judío –empleando aquí el término como el xenófobo y típico insulto que se ha acuñado en la historia- y la sensación de terror infundado que los nazis supieron rentabilizar al máximo. Esta combinación duró 40 años más metida en la cabeza de los perseguidos como Vladek y les imposibilitó, si hacemos caso de Art, para relacionarse de una manera normal y civilizada con el resto de las personas. Aquella frase que los españoles de más o menos edad hemos escuchado y que se ha vuelto el tópico por excelencia y que dice “¡cómo se nota que no has vivido una Guerra!” se torna aquí en su más trágica esencia y se vuelve, decididamente, en lo mejor de un cómic que, por otro lado no da más de sí.
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