La Rambla, los dibujantes y el modelo de opresión de Barcelona

Foto de Ivano Schiavinato
La creciente turistificación en Barcelona, unida a la política de privatización del espacio público seguida por el Ayuntamiento de la ciudad, están provocando la estandarización de los rincones barceloneses y encorsetando las vidas de los ciudadanos, hacia quienes debería crecer la ciudad.

Hubo un día en que Barcelona era esa ciudad de ricos señoritos industriales que todo país industrializado creaba tras de sí. La ciudad se ponía guapa para sus señores ricos, pero en realidad pertenecía a la gente de sus calles. Los comercios estaban dirigidos hacia la gente que allí vivía y el transporte público, escaso aunque de masas, se extendía como una red hacia las necesidades de quienes vivían en la ciudad. Como en cualquier otra urbe, en definitiva. Una Barcelona a la que una huelga de tranvías podía paralizar.

Pero esos tiempos hace mucho que acabaron. La industria turística domina hoy Barcelona. Del famoso eslogan socialista que calificaba la ciudad como la tienda más grande del mundo, al modelo de Xavier Trias no ha cambiado gran cosa. Es la única industria que dicen que funciona en tiempos de crisis, y ante ella tienen que claudicar cualesquiera otras consideraciones políticas, económicas y, sobre todo, sociales. Es el turismo como industriade opresión, sin contraprestaciones hacia unos ciudadanos que se convierten en guías inesperados de despistados turistas de Barcelona, habiendo de indicar dónde está la Catedral de Santa Maria del Mal, el Museo Picasso o la Plaza Cataluña.

Recientemente el Ayuntamiento ha establecido un concurso de dibujantes en La Rambla. Poner orden (sic) en el ajetreo de esta vía histórica de la ciudad ha sido una de las premisas municipales desde hace varios años. En el concurso de dibujantes se estableció quiénes podrían, a partir de ahora, dedicarse oficialmente a esta labor en dicha calle. Bajo un criterio estricto de calidad, el Ayuntamiento se arrogó el poder de decidir quién era suficientemente artístico como para seguir ganándose la vida honradamente, y quién tenía una técnica o un negocio del dibujo impropio de una ciudad como Barcelona.

No es la primera vez que lo hace. La Ciudad Condal hace tiempo que se apuntó a la moda internacional de realizar audiciones de músicos que son autorizados a tocar en determinados puntos de la red de metro, y con plantilla de horarios. Que un Ayuntamiento haya de velar por la calidad de la música que escuchan los viajeros del metro, es la extensión de unas competencias que no sé hasta qué punto son sanas. En cualquier caso la moda de evaluar con un determinado criterio artístico a los artistas que recorren la ciudad se extendió de los músicos a las estatuas vivientes de La Rambla, y ahora a los dibujantes. Con esto el Ayuntamiento convierte en actividad ilegal la interpretación artística de muchas personas que puede que tuvieran –o no- un talento limitado para el arte que practicaban, pero que les daba para vivir. Y ahora no.

Este criterio artístico y este velar por la calidad de mi nivel cultural como ciudadano no es llevado hasta otras instancias en las que el Ayuntamiento quizás tenga algo más que perder. Por ejemplo, el barrio de Sant Antoni, conocido en toda la ciudad por albergar uno de sus mejores mercados ahora de cuerpo presente y reubicado en carpas desde hace 5 años, se está convirtiendo en el último año en territorio moderno. Como una extensión natural de Poble-Sec, Sant Antoni ha visto cómo en año y medio se abren por las esquinas bares y más bares. Y este crecimiento no se parará, porque precisamente lareforma de la Avenida del Paral·lel, que el Ayuntamiento aprobó este mismo año, contempla la creación de más plazas para la instalación de más terrazas. No sea que los vecinos tengan donde hablar.

Alguien podría pensar que un bar es el único negocio que tiene salida en esta crisis, pero en realidad las Administraciones públicas tienen capacidad para moldear la imagen de cada barrio a base de autorizar o negar licencias de apertura. Y creo que la sobresaturación de bares es más que evidente en un barrio como el de Sant Antoni, de estructura residencial y de edad avanzada. Una pequeña tienda de ropa no puede funcionar si a su lado sólo existen bares de quienes quieren ir a comerse la carta de gin-tonics. El carnicero de la esquina no puede soportar la presión de un casero que ve cómo por el alquiler de un establecimiento para un bar de gin-tonics puede cobrar más que por el de una carnicería. Poner orden en la industria turística o en el sector del ocio no es algo que se estile en esta ciudad a no ser que seas un autónomo de la calle.

En La Rambla también pasa. Su acera está repleta de terrazas que, a golpe de licencia municipal, han privatizado el espacio público y hacen imposible su recuperación. Pero en este lugar, donde las terrazas conviven ahora con dibujantes y estatuas humanas de calidad certificada por el Ayuntamiento, se sirven paellas precongeladas, sangría de brick y se venden sombreros mexicanos con la palabra Barcelona impresa en una cinta. Aquí no vale ningún control sobre la calidad de los productos, o sobre la experiencia que se llevará el turista, que pensará que por gamba Barcelona entiende sólo ese bigote despistado que le calló en un palto de arroz y la figura de Mariscal.


Y es que en todo esto reside la voluntad de las fuerzas públicas municipales de seguir permitiendo la venta de la ciudad al turista mejor postor y a todo lo que esta industria necesite. Ya sean estatuas, dibujantes, gin-tonics, sombreros mexicanos o los puestos de trabajo de diversos artistas. El orden ha de crecer conforme al gusto del extranjero, y no conforme a  las necesidades de un ciudadano del que lo único que se espera es que sea capaz de indicar en inglés dónde está el puñetero Museo Picasso. 

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