Tiempos modernos

Lo quiero para hoy. Sí, la rapidez es lo que cuenta. La eficiencia, más que la eficacia. El fast food se ha traspasado a todos los ámbitos de la vida diaria y, claro, con consecuencias previsibles. Los oficios artesanos, esos que señores que tardan más en hacer las cosas –aunque las hagan bien- ya escasean por su poca rentabilidad económica. La fabricación en serie era lo más en el pasado. Nadie quería los viejos muebles recios pero obsoletos. Los que tenían dinero se compraban los muebles fabricados por las máquinas, por esos inventos del hombre blanco que facilitan la vida. Y mientras los artesanos desapareciendo y subsistiendo a base de formar a los hijos.

Como todas las modas, el vulgo la abrazó en cuanto tuvo posibilidades. Las máquinas hacían las cosas tan bien, que el dueño de la humeante fábrica pudo bajar los precios a cambio de aumentar las ventas. El populacho pudo por fin acceder al fruto del trabajo de las maquinas y del progreso, y todo resultó muy descorazonador para las clases altas. Ellos no podían sino irse al otro mercado, al que quedaba con los precios más caros, y los muebles más buenos. Comprando el producto artesanal, ahora sí que a precio de oro –o de kilo de tomates, que son sinónimos-, el vulgo quedó sentado en los sofás en cadena y los ricos en la mecedora de toda la vida.

Pero no en todos los comercios fue todo igual. Siempre había quedado un ámbito reservado al conocimiento de la profesión y la artesanía. La selección natural de la sociedad seguía premiando a quienes defendían un sistema de vida sin prisas desde el mostrador de una librería. Sus conocimientos no se limitaban a saber qué era lo que vendían, sino a conocer en qué podían ayudar a quienes los adquirían. Medicamentos para el alma sin santera de por medio. Un lujo antiguo en tiempos modernos, amenazado por el comercio francotirador de toda la vida, es decir, por esos inmensos edificios que hacen cosquillas al cielo sin importar que no dejen ver nada.

Porque las amenazas a la profesión del librero han estado ahí desde que se inventó el concepto de gran cantidad y el yo te compro muchos y tú me los dejas más baratos, desde que la competencia desleal del imperio comercial se sentó a la misma mesa que el artesano de la lectura, y éste recibía capones a la hora de acercar la cuchara al plato, para que picara menos y respetara más a los mayores. Como antes se comía en los pueblos, todos sentados en la misma mesa y un plato grande en medio para todos. La diferencia estribaba en que las cucharas no eran las mismas. La del grande era más bien un cazo, del metal más moderno, capaz de comerse cualquier cosa con tal de llenar la gran panza. La del artesano de la página era de madera, pequeña e ideal para seleccionar con cariño y con gusto el bocado necesario. La lógica de la mesa diría que el cazo pudo con la cuchara de madera, pero no. Siempre han quedado quienes gustan de ser degustados por las explicaciones. Quienes agradecen que les ayuden a encontrar su ideología, que les enseñen a apreciar las opiniones diferentes, quienes desean que su percepción moral sea deliberadamente torpedeada por aquel caballero del mostrador.

Así se hacen grandes las pequeñas librerías. Así se logra la subsistencia de un negocio romántico, con capacidad para dar de comer a muchas bocas inteligentes no por lo rápido que trabajen sino por lo pausado de sus reflexiones. Por su querencia a perder el tiempo explicando algo a quien le quiera escuchar. Y así se hizo grande la librería Fuentetaja, sita en la matritense calle de San Bernardo. Una librería donde el primer día que se entraba uno permanecía con la boca abierta al ver tanto respeto por el libro. Todos bien colocados en sus estanterías, cada uno al lado del que le correspondía y sin voluntad de sobrevivir al otro. Siempre era un placer recorrer los esquinazos de la librería más retorcida de todo el centro de Madrid. A mediados de año los que nos enamoramos de ella teníamos el alma en vilo al saber que el edificio en el que se alojaba debía ser vaciado y reconstruido. Los que no son de Madrid quizás no sientan esa aflicción por las noticias de renovación de algún edificio, pero es que los matritenses estamos más que acostumbrados a que eso signifique que el edificio lo ha comprado Zara y que los comerciantes de antes se han ido a su casa sin trampa ni cartón.

Sea como fuere, los miedos se desprendieron cuando nos enteramos de la refundación de la librería. El edificio iba a ser restaurado, pero en su lugar no habría un Zara o un Starbucks –hecho este último insólito al tratarse de un local en el centro-, habría una nueva librería Fuentetaja, una más grande, con capacidad para más libros, cafetería en donde encontrar el café de siempre, y no el más caro del mundo, y locales donde aprender a escribir y dialogar con los autores. Un centro de libros abierto al transeúnte, paseante, curioso excitado por el encuentro y por tanto que nos queda por saber. Mientras esto se convierte en realidad la librería se trasladaba a otro local, provisional y un poco más cerca de la Gran Vía, en donde las realidades de la cafetería y el aumento del espacio eran sustanciales. La experiencia piloto de comenzar una nueva fase en la librería estaba en marcha y, he de confesar, para alguien que se ha visto forzado –aunque no en contra de su voluntad- a ser librero durante casi un año esta perspectiva resultaba emocionante.

Sin embargo el primer encuentro resultó un tanto decepcionante. Uno esperaba algo parecido al primer beso de la novia regresada de ERASMUS, que no recuerdas cómo te besaba hasta un instante antes de tocar sus labios con los tuyos. Pero en realidad nos encontramos con que la novia en lugar de volver más guapa y más europea, ha vuelto más gorda, llena de acné y con un nuevo novio extranjero que jamás la querrá como tú la quisiste. Al ojo del librero aficionado que fui, las estanterías estaban vacías, con títulos imprescindibles que ya no estaban. Rincones muertos en donde bien podrían ir las recomendaciones de los libreros. Secciones absurdamente grandes para el catálogo de libros que hoy se maneja sobre esa materia. Y una cafetería desierta, a donde da miedo acercarse por el qué dirán.

Hoy nos enteramos de que estos y otros motivos más vacuos pero tremendamente importantes como son los salarios han ocasionado una huelga de libreros en Fuentetaja para la que el mundo de hoy seguro que no está preparado. Que un librero se ponga en huelga significa que alguien que vaya se podría llevar el libro equivocado. Una cosa que se paga cara con el bolsillo pero más cara aún con el alma. Porque el tiempo perdido es eso, perdido, y no se puede recuperar por más que se intente aprovechar el tiempo presente. Pluscuamperfecto obliga.

Un despido y una pancarta frente a la librería han sido hasta ahora los resultados de la huelga. Pero las consecuencias pueden ser peores, pues la realidad es que uno ya no va tan a gusto a un sitio que sabe es propiedad de un especulador inmobiliario sin alma –si tuviera alma seguro que pondría la librería a la altura que merece. Y a sus libreros también.

Comentarios

eva ha dicho que…
Qué perdida tan terrible. Te acompaño en el sentimiento.
Anónimo ha dicho que…
Aquí en mi libreria se ha levantado cierto revuelo ante la noticia, aunque se sospechaba que había algo raro y un poco oscuro en Fuentetaja. Gracias a tu post, sabemos cuál era el origen. Que vivan los políticos y los promotores inmobiliarios que conjuntamente gobiernan tan bien este maravilloso país!
eva, terrible sí. Pero la pérdida es para la librería.

Kilgore, siempre iluminando nuestros pasos. ¿Será posible una sociedad secreta entre los libreros madrileños? Vamos, lo que se llama un sindicato de predicadores en voz baja ¿eh?. Para más información no dudes en mirar su blog Huelga en Fuentetaja cuyo link puedes encontrar en el menú de la derecha, o la noticia que he enlazado en esta misma entrada. Si aún así te quedan dudas... sólo hay que hablar con ellos, que estoy seguro de su predisposición.

Un fuerte abrazo a los dos.
Anónimo ha dicho que…
Es buena la idea de una sociedad secreta de libreros, lo malo es que no sería tan secreta por que el lugar de reunión sería evidente: un bar de mala muerte. Otra vez me adelanto a tus pensamientos y ya visité ayer el blog huelguista y el enlace, más que interesante, a la noticia de El País, con presos fabricando muebles incluidos.

Un abrazo desde Tralfamadore.
Mycroft ha dicho que…
Y si a eso sumamos el probable canon de las bibliotecas, estamos cada dia más cerca de una probable Idiocracia de iletrados y analfabetos "sumergidos" (en la superficie saben leer, en la práctica no ejercen)
Kilgore, ¿en un bar? ¡vengan esas cañas!

mycroft, sumergidos... gran definición. Sí.